Los adelantos, los cambios y cómo nos volvimos modernos
1ª parte:
De
Valdivielso a la Luna
¿A quién
iban a sorprender los cráteres lunares, cuando el suelo de muchas calles quecedanas era bastante más accidentado? Pisar la Luna
sería una gran hazaña, pero mantener el equilibrio en pie sobre un carro tirado
por bueyes bajando la calle de la Revilla era prácticamente imposible. La
madrugada del 21 de julio de 1969, mientras la Luna relucía espléndida y
diáfana en el cielo de Quecedo, unas sombras blancas
con forma de astronauta pisaban una superficie incierta en la imagen lechosa y
difuminada que ofrecía el televisor del teleclub. Solo unos pocos veraneantes
somnolientos, que no teníamos que ordeñar vacas, ni trillar al día siguiente,
resistimos hasta pasadas las tres de la madrugada, arrullados por la voz
sugerente y aterciopelada de Jesús Hermida, para
contemplar lo que se había anunciado como uno de los logros técnicos y
científicos más importantes de la historia de la humanidad.
Un par de
horas antes, mi padre intentaba convencer a su amigo Chenchu,
el cartero, para que entrara al teleclub
y se quedara a ver la tan anunciada llegada del hombre a la Luna, pues se
suponía que la nave ya había alunizado y en breve descenderían de ella los
astronautas. Chenchu, echándose la boina hacia atrás,
miró con ojos burlones el bello cielo que en aquella noche estival cubría El
Campillo y, sin dejar caer de la comisura de los labios la colilla de su
sempiterno cigarrillo, dijo con una sonrisa guasona: «La Luna ya la veo yo
desde aquí. ¡Mírala, Patxo! Allí no hay nadie.» Fina
ironía y claro pragmatismo de un valdivielsano al que
ninguna proeza de la navegación espacial le iba a cambiar la vida. En un pueblo
que solo tenía una calle pavimentada, que carecía de saneamientos, con un
suministro eléctrico que daba para poco más que unas cuantas bombillas, ¿acaso
le iban a emocionar a alguien los prodigios técnicos que solo se veían en la
pantalla de un televisor? Las palabras del cartero quedaron grabadas en mi
memoria: «La Luna ya la veo yo» y «Allí no hay nadie». Cualquier campesino de
entonces veía muy bien, no solo la Luna, sino todo el universo cambiante en el
que le había tocado vivir. Pero allí no había nadie, nadie que hiciera algo por
él.
En los años
60 se decía que todo estaba cambiando. En las altas esferas del poder se veían
cada vez menos camisas azules y más ministros tecnócratas. Fue la década de los
más ambiciosos “planes de desarrollo”. En las zonas industrializadas había
mucha oferta de puestos de trabajo, eso sí, con salarios bastantes escuálidos,
pero con la posibilidad de hacer horas extra o darse al pluriempleo. De esta
manera, las familias podían comprar los modernos y novedosos electrodomésticos
(que al principio eran bastante rudimentarios y
funcionaban a 125 voltios) e incluso el coche de sus sueños, sobre todo
cuando apareció el popular 600. Por supuesto, había también “planes de
desarrollo” para las zonas rurales. Nos lo contaban en el NO-DO, aquel
noticiario de fábula que nos tragábamos cada vez que íbamos al cine. De hecho,
en mi infancia siempre tuve en la mente las imágenes de dos mundos rurales
completamente distintos. Uno de ellos se llamaba “el campo español” y era el
que salía en el NO-DO, con campesinos felices y relajados montados en modernos
tractores, mucha artesanía típica, y algo de Coros y Danzas de la Sección
Femenina, esto último cada vez menos. Y el otro mundo rural era Valdivielso, el
que yo palpaba y disfrutaba todos los veranos. No se parecía nada al “campo
español” del NO-DO, pero sí que fueron llegando allí bastantes adelantos
modernos, sobre todo durante la segunda mitad de la década de los 60. En mi
recuerdo estos adelantos fueron, además del teleclub, los veraneantes con
coche, el pienso de Biona, un chorrito de agua en las
casas, las palanganas y los baldes de plástico, las radios de transistores, el
butano, el teléfono público, y una enorme máquina trilladora que apareció de
repente un verano en la era de Melchor, casi enfrente de nuestra casa.
Hasta que se
colocaron repetidores en los montes de las Merindades, ni los más ricos podían
ver la televisión en los pueblos. Como mucho se oía la radio, que, en vez de
traernos la luna de los astronautas, nos ponía a Manolo Escobar o a Marisol
cantando a una luna que se estaba “peinando en los espejos del río”, mientras
un torito la miraba “entre la jara escondío”. En
aquellos tiempos teníamos claro que había lunas muy diversas. En nuestra casa
de Quecedo, a principios de los 60, solo teníamos un
antiguo aparato de radio en la cocina, encima del armario-alacena. Pero allí no
llegaban ni la SER, ni la COPE, ni la Cadena Azul de Radiodifusión: solo se oía
Radio Nacional de España, acompañada de pitidos, zumbidos y extraños golpes
rítmicos como de martillo pilón. Para intentar aliviar esta tortura, un día mi
padre propuso ponerle a la radio una “antena”. Entonces mi abuelo, que tenía
una fe inquebrantable en Patxo desde que este le
había ayudado a renovar la instalación eléctrica de la casa, se entusiasmó con
la idea y bajó del payo un enorme rollo de cable de hierro bastante grueso.
Entre los dos hombres fijaron un extremo del alambre al aparato de radio y,
desenrollando el resto a lo largo de todo el pasillo, llevaron el otro extremo
hasta la solana, para dejarlo allí enrollado alrededor de uno de los postes de
madera. No quedaba muy estético el invento, pero gracias a él las voces de los
locutores empezaron a oírse algo más nítidas, y las interferencias perdieron
intensidad, aunque nunca desaparecieron del todo.
Esto quedó
así hasta que, a mediados de los 60, pudimos tener una radio de transistores,
de aquellas que se compraban en Andorra, o sea, de contrabando, porque las
legales salían muy caras. Con aquella radio, que se llamaba “el transistor”,
salíamos a la solana, pues este era el lugar donde mejor se oía, sobre todo de
noche, y, tras orientarla debidamente, de nuevo captábamos solo Radio Nacional
de España, pero con unas interferencias que tenían un sonido más moderno que
las de la vieja radio. Además, compartíamos esta audición al aire libre con
vecinos y viandantes. Por otro lado, era relativamente frecuente que
también escuchara la radio algún burro
que volvía de la era o de las fincas y se quedaba a veces largo rato atado a la
herradura junto a la puerta de su amo. Al oír las animadas sintonías de los
programas de Radio Nacional, vaya usted a saber por qué, los burros solían
ponerse a rebuznar persistentemente, con un volumen de voz muy superior al del
transistor. Era un nuevo tipo de interferencia, y esta no había antena que la
evitara. Todos gritábamos «¡Caaalla,
buuurro!», y el animal, encantado de verse tan
celebrado por el público, seguía rebuznando a pleno pulmón, hasta que su dueño
decidía meterlo en la cuadra. Así de difícil era oír la radio en aquellos
tiempos.
Cuando llegó
la televisión al valle, a finales de los 60, y se instaló un aparato en la casa
concejo, nunca vi que se llenaran los duros bancos corridos en los que nos
sentábamos los telespectadores, algunos sobre un cojín que llevaban de casa,
como se hacía en la iglesia. Y es que en verano la gente quecedana
estaba muy ocupada con las labores del campo, y los veraneantes nos
entreteníamos con otras actividades más amenas que ver el canal único. Por la
noche, tanto la gente del pueblo como los forasteros preferían sentarse un
ratito en el poyo o en la solana para tomar “la
fresca” y charlar. Además, mi padre ofrecía gustoso recitales de zarzuela o de
ópera a nada que le dijeran: «Anda, Patxo, canta
algo». Y con mi tío Valen nos arrancábamos todos a cantar jotas o bilbainadas. En cuanto al humor, había quien superaba a
Gila y al dúo Tip y Coll.
No nos hacía falta Valerio Lazarov para montar un
show de variedades. Por otra parte, en
ocasiones, el ocio nocturno de la chavalería consistía simplemente en irse a
cazar luciérnagas, o al menos eso era lo que muchos decían. Y después de hacer
una trastada, cualquiera de nosotros se convertía en “El fugitivo”. En cuanto a
perdernos algún episodio de “Bonanza”, ¿qué más nos daba, si vivíamos todos en
la Ponderosa? Y recuerdo que una visita nocturna al cementerio, en medio de una
oscuridad total o de las sombras que generara el resplandor de la Luna, resultaba
bastante más emocionante y estremecedora que ver las “Historias para no dormir”
de Chicho Ibáñez Serrador. Y es que la gente joven (y la que no lo es tanto)
siempre ha sabido hacerse programaciones más interesantes que la de cualquier
canal de televisión.
Sin embargo,
alguna función tendrían aquellos teleclubs que se
organizaron en los pueblos a partir de 1964 por iniciativa de Manuel Fraga
Iribarne, titular entonces del Ministerio de Información y Turismo, del que
dependía la Dirección General de Radiodifusión y Televisión. Era aquel en
realidad un ministerio de censura y propaganda que, por algún motivo, decidió
que todos los españoles tenían que ver la televisión. ¿Sería para que no
miraran hacia otro lado? Fue un esfuerzo considerable por parte del Gobierno,
que pagaba los repetidores y los televisores. El local y la gestión
correspondían al ayuntamiento. Como los aparatos de televisión eran muy caros
en los años 60, la gente del medio rural, que en general tenía unos ingresos
bajísimos, no podía pensar entonces en adquirir un televisor. Así pues el
teleclub llegó a Quecedo como un buen regalo y una
gran novedad. Además le dio vida a la casa concejo, que hasta entonces solo se
había utilizado para reunir a los cabezas de familia a toque de campana, con el
fin de que discutieran sobre poco más que los turnos de riego. Para muchos de
nosotros fue una novedad el mero hecho de entrar en aquel edificio, que gracias
al televisor quedó abierto a todos los habitantes del pueblo. No creo que fuera
esa la intención del ministerio, pero los teleclubs se convirtieron pronto en
unos lugares de reunión y fiesta donde lo de menos era la televisión.
El teléfono
tampoco se conoció en Quecedo hasta mediada la década
de los 60 y, que yo sepa, nadie tenía uno en su domicilio, sino que acudíamos
todos a un teléfono público. Este se instaló en una casa al final de la calle
donde estaba también la casa del cartero. Perpendicular a esta calle estaba la
que llevaba al ayuntamiento, donde se encontraba el telégrafo. Se podría decir
que el correo, el teléfono y el telégrafo constituían los tres vértices de un
triángulo en el centro del pueblo. Una familia se encargaba de gestionar las
llamadas y los avisos correspondientes. Durante algunos años fueron Ángel y
Herminia los telefonistas de Quecedo.
Si algún
familiar nos llamaba por teléfono desde Bilbao o Madrid, teníamos
entretenimiento para todo el día. Normalmente nos avisaban por la mañana de que
íbamos a tener “conferencia” y nos decían la hora aproximada, que podía ser las
5 o las 6 de la tarde. Así pues, nos íbamos con la merienda a la casa del
teléfono y allí esperábamos hasta que este sonaba. Cuando nosotros queríamos
llamar, también teníamos que esperar a que alguna centralita lejana nos pusiera
la conferencia. Desde luego, si se trataba de algo urgente, lo mejor seguía
siendo utilizar el telégrafo. Además, este era más discreto, porque con el
asunto de si llegaba o no la conferencia teníamos a medio pueblo preguntando: «¿Qué? ¿Ya? ¿Por fin habéis hablado? ¿Y pasa algo? ¿Todos
bien?...» La verdad es que, en aquellos tiempos, una llamada telefónica podía
producir más expectación que el alunizaje de los estadounidenses.
Estas y
muchas cosas más fueron novedad en Valdivielso durante la prodigiosa década de
los años 60 del siglo XX. Seguiremos hablando de este tema, que puede dar para
más que los seriales de la radio. No se pierdan la próxima emisión. (Ahora
viene la sintonía publicitaria: ♪♫ Yo soy aquel negrito
♫♪ del África tropical …♪♫♪)
Mertxe García Garmilla